El orden de Dios para el matrimonio.
En el mundo, el orden matrimonial asume diversas
formas.
Existe la forma del patriarcado, en que el
marido, como padre de familia, es un señor que domina y gobierna sin
contrapeso, donde la esposa y los hijos le temen y son como sus siervos.
También existe el matriarcado, en que la mujer es la que maneja las cosas de la
casa, a los hijos y aun a su marido, sea de manera explícita o simulada. Una
forma más grotesca aún suele darse en el mundo y es lo que se podría llamar
filiarcado (en latín, “filius” significa “hijo”), en que los hijos gobiernan a
sus padres, los manejan a su antojo, constituyéndose a sí mismos en el centro
del hogar y haciendo de sus padres meros servidores que atienden sus caprichos.
Obviamente, ninguna de ellas es conforme al
modelo de Dios. Aparentemente, la forma del patriarcado es lo que más se le
parece, pero el modelo de Dios para el matrimonio no es el del patriarcado.
Cuando Cristo reina y ocupa el centro en una familia, ninguno sobresale por sí
y en sí mismo. No hay gritos ni lucha por el poder. Todos atienden a la
dirección del Único que tiene la autoridad, y todos se rinden a Él, en la
posición y el ámbito de responsabilidades que Él ha asignado a cada uno. Cuando
Cristo tiene el centro, el matrimonio y la familia funcionan bien, sin
discordias ni estallidos de violencia, espontánea y silenciosamente, según el
perfecto orden de Dios.
¿Cuál es este orden? Dice la Escritura: “Porque
quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la
cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo” (1ª Cor.11:3). Aquí está el
orden de Dios, no sólo en el matrimonio, sino también en el universo: Dios,
Cristo, el hombre, la mujer. Cristo es la gloria de Dios, el hombre es la
gloria de Cristo, y la mujer es la gloria del hombre. El hombre fue creado para
que expresara la gloria de Cristo y la mujer fue creada como expresión de la
gloria del hombre.
La posición de autoridad que el hombre ocupa se
señala externamente en que lleva su cabeza descubierta; en cambio, la posición
de sujeción que la mujer ocupa se señala externamente con el velo. Cuando la
mujer no ora ni profetiza su cabello le sirve de velo; pero cuando la mujer ora
o profetiza ha de ponerse el velo, como señal de autoridad sobre su cabeza (1ª
Corintios 11:3-6).
De manera que por causa de que hay implicados
hechos espirituales trascendentes, tanto el hombre como la mujer han de cuidar
respetar este orden. No es un asunto de caracteres: es el orden de Dios.
A veces los maridos renuncian a tomar su lugar,
por comodidad o por una supuesta incompetencia, como si esto fuese un asunto de
caracteres o de capacidades naturales. Pero aquí vemos que esto es un asunto
establecido por Dios, y anterior a nosotros, en lo cual está implicado el orden
universal, y al cual nosotros somos invitados a participar.
Las demandas en la relación matrimonial.
Consecuentemente con todo lo anterior, hay
demandas para los miembros de la familia cristiana, que se pueden resumir en
una sola expresión: la demanda para el esposo, es amar a la esposa* ; para la
esposa, es estar sujeta a su esposo; para los padres es disciplinar y amonestar
a sus hijos; para los hijos es obedecer a sus padres.
Siendo el varón la cabeza de la mujer, resulta
para el esposo una demanda muy fuerte que ame a su esposa, porque ello implica,
además, una restricción a su rudeza natural. Por eso dice la Escritura: “No
seáis ásperos con ellas” (Col.3:19), y “Dando honor a la mujer como a vaso más
frágil” (1ª Ped.3:7). El ser cabeza pone al hombre en una posición de
autoridad, pero el mandamiento de amar a su mujer le restringe hasta la
delicadeza.
Hay al menos dos razones por las cuales el esposo
debe ser ejemplo amoroso de quebrantamiento y humildad. Primero, por su
carácter naturalmente áspero, y, segundo, por la autoridad que detenta. Junto
con ponerle en autoridad, el mandamiento le limita en el uso de esa autoridad.
De modo que si su autoridad es cuestionada, no
debe procurar recuperarla por sí mismo, sino remitirse a Aquél a quien
pertenece.
Si Dios ha permitido que su autoridad sea
resistida, entonces debe de haber alguna causa (que bien pudiera ser alguna
secreta rebelión frente a Cristo), y que es preciso aclarar a la luz del Señor.
Por su parte, siendo la mujer de un carácter más
vivaz, el estar sujeta es una restricción a su natural forma de ser, por lo
cual dice la Escritura: “La mujer respete a su marido” (Ef. 5:33b), y “La mujer
aprenda en silencio, con toda sujeción” (1ª Tim.2:11). No obstante, ella recibe
el amor de su esposo, que la regala y la abriga.
Esto es así para que no haya desavenencia en el
matrimonio. Ambos son restringidos y a la vez son honrados por el otro. Cada
uno según su natural forma de ser. Porque Dios sabe mejor que nosotros mismos
cómo somos, y por eso diseñó así el matrimonio. El marido representa la
autoridad, pero, siendo de un carácter áspero, debe amar con dulzura; la mujer
es amada y regalada, pero, siendo de naturaleza más inquieta, debe sujetarse.
Así todos perdemos algo, pero gana el matrimonio y la familia, y por sobre,
todo, gana el Señor.
Si el esposo ama, facilita la sujeción de la
esposa. Si la esposa se sujeta, facilita el que su esposo la ame. Con todo, si
ambas conductas (el amar y el sujetarse), siendo tan deseables, no se producen,
ello no exime ni al esposo ni a la esposa de obedecer su propio mandamiento.
¡No hay cosa más noble para un marido cristiano
amar a su mujer como Cristo amó a la iglesia! No hay cosa más noble, conforme
van pasando los años, encontrarla más bella, sentir que su corazón está más
unido a ella, y que ha aprendido a amarla aun en sus debilidades y defectos.
Porque ya no anda como un hombre, sino que camina en la tierra como un siervo
de Dios.
¡Qué dignidad más alta para una mujer la de
sujetarse a su marido, no por lo que él es, sino por lo que él representa!
¡Cuánto agrada a Dios un hombre y una mujer así! Todos los reclamos, todas las
quejas desaparecerían. Si el marido se preocupara más de amar no tendría ojos
para ver tantos defectos e imperfecciones. Si la mujer se viera a sí misma como
la iglesia delante de Cristo, si se inclinara, si fuera sumisa y dócil, cuánta
paz tendría en su corazón. Cuánta bondad de Dios podría comprobar en su vida.
* Bien que la primera demanda para el esposo – y
que no deja de ser importante – es “dejar padre y madre” para luego unirse a su
mujer. Es decir, procurar la autonomía e independencia respecto de los padres.
Si esto se obedece desde el principio, el matrimonio se evitará muchos
contratiempos.
Fuente: http://www.aguasvivas.cl/revistas/06/14.htm
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