El amor nunca deja de ser.
Cuando hablamos de matrimonio en la iglesia, estamos hablando de la unión de dos personas que tienen a Cristo en su corazón, y que, por tanto, han pasado de muerte a vida. Estos hombres y mujeres tienen al Señor Jesucristo como su Señor y su vida. Entonces, se puede esperar de ellos que, a medida que el tiempo transcurre, mayor habrá sido la siembra para el espíritu que para la carne.
Si el abordar el tema matrimonial, no podemos apelar a la fe y a la experiencia del creyente, entonces nos encontraríamos en el plano de la carne y de la sangre, y deberíamos acudir a un profesional que nos asista con los recursos de la ciencia humana; pero los que somos de Dios, apelamos a sus recursos, ya sea al trono de la gracia (Heb.4:16) o a la vida eterna que llevamos dentro (1ª Timoteo 6:12).
El amor de Dios vs. nuestro amor
“El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca dejar de ser...” (1ª Cor.13:4-8).
Aquí está descrito el amor ‘ágape’, el amor de Dios, el que nunca deja de ser. ¿Estará este amor muy lejos de nosotros? Romanos 5:5 dice: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.” “Derramado” implica abundancia. Este es un hecho divino en el corazón del creyente. ¿Qué se puede esperar de un esposo y una esposa, que son hijos de Dios, redimidos por la sangre preciosa del Cordero, en quienes habita el Espíritu Santo, el cual los conduce y los regula? Convengamos en que nuestro Dios no nos ha dado sólo unos cuantos mandamientos para nuestra conducta, sino que primeramente nos ha capacitado y vivificado por medio de su Santo Espíritu (Gál.4:6; Rom.8:9-11).
Recordemos por un momento aquel amor que se encendió en nosotros cuando nos encontramos con la persona que creímos que llenaba todas nuestras expectativas. ¡Oh, qué precioso es cuando llega el amor! Entonces nada nos importaba; no tuvimos ojos para nada ni nadie más; nos llenamos de sueños ¡hallamos al hombre (o la mujer) ideal! Vinieron cartas, citas, regalos, etc. ... ¡preciosa experiencia!
Ahora bien, aquel amor juvenil, apasionado, ciego, ¿se compara (o se asemeja) con el amor de 1ª Corintios 13? ¿Era sufrido, sin envidia, sin rencor, capaz de sufrirlo y soportarlo todo? Evidentemente, no.
Muchos nos han confesado dramáticamente: “Se me acabó el amor ...” “Las cosas no se dieron como yo pensaba ...” “Ya no la (lo) quiero” ... Si somos honestos, debemos reconocer que esto le ocurre a la gran mayoría de los matrimonios, tanto cristianos como no cristianos. Por tanto, que los mundanos se divorcien resulta comprensible. Difícilmente aceptarán el sufrimiento, rápidamente pensarán en “rehacer sus vidas”. Ellos no tienen al Señor en sus corazones y no tienen contemplado obedecer a Dios en ningún punto; para ellos la ceremonia religiosa no fue más que un trámite, un evento social para el ‘glamour’ ... En cambio, para un esposo o esposa creyente, no está contemplado el abandonar jamás a la mujer de su juventud (Prov.5:18-19). Es una ingenuidad pensar en un matrimonio sin sufrimientos y/o conflictos de distinta especie. El que se casa debe estar prevenido y preparado para soportar y ser soportado en muchas (o muchísimas) cosas.
Un hombre en la carne (Rom.8:6-8; Gál.5:19-21) es absolutamente impotente para soportarlo o sufrirlo todo; sólo buscará su autosatisfacción. Es hedonista en esencia. Pero hablando entre hombres y mujeres que tienen viva y presente en sus corazones la realidad del “amor que nunca deja de ser”, no temeremos, pues cuando el inmaduro amor sentimental juvenil comienza a disminuir hasta morir, se levantará poderoso y firme el “otro amor”, el de 1ª Corintios 13.
Entonces vas a valorar y amar a tu mujer, porque el Señor mismo te dirá: “Marido, ama a tu mujer: El que ama a su mujer a sí mismo se ama.” (Ef.5:25-28). No se puede pretender amar al Señor y ser despreciativo con la esposa. No puedo (o no podemos) amar al Señor, respetarlo, honrarlo, serle fiel, y no serlo con mi esposa (o con mi esposo). ¿Podemos ver que hay una gran solidez cuando llegamos a la persona y obra de nuestro Señor Jesucristo?
Nosotros con facilidad aplicamos el eterno amor de Dios a la salvación de los pecadores, a nuestra afiliación eterna al ser librados del infierno, y al participar de su gloria en el cielo. ¿Por qué no aplicarlo al matrimonio? ¿O acaso 1ª Corintios 13 no es aplicable a mi matrimonio?
Hermanos, nosotros tenemos tal amor, como ya dijimos, derramado en nuestros corazones. Nosotros proclamamos con gozo en medio de la asamblea de los santos: “La roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre.” (Sal.73:26). Entonces, digamos también: “La roca de mi matrimonio es Dios para siempre” ... Esto es verdad, porque ya no somos más dos. Hemos venido a ser una sola carne, y lo que es verdad para uno, también lo es para con quien soy uno. ¡Dios, el bendito Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo sostiene y sustenta nuestro matrimonio!
Hermanos, contrario a cuanto personaje público piense, nosotros concebimos el matrimonio para toda la vida. A medida que evolucione la presente sociedad donde nos ha tocado vivir, creemos que el matrimonio quedará –finalmente– circunscrito a los creyentes. Que el mundo haga o piense lo que quiera; los santos, nos santificaremos todavía (Apoc.22:11).
Una aplicación para el matrimonio (Efesios 4:17-32)
Consideremos ahora la palabra de Efesios 4:17-32 aplicada a la vida matrimonial: Ya no tenemos el entendimiento entenebrecido, ya no se concibe la dureza en nuestro corazón. Hemos sido alumbrados por el Señor para que ahora se refleje la vida de Cristo en nosotros; es tiempo que se manifieste cuanto hemos aprendido en Él y con Él.
¿En verdad le hemos oído, y hemos sido por Él enseñados? (vers.4:21). Si no es así, entonces no nos extrañemos por tantos fracasos. Nada podemos esperar del “viejo hombre” (4:22), pero todo podemos esperarlo del “nuevo hombre” (4:24), que es Cristo en nosotros (Col.1:27). Si esta palabra es aplicable a la iglesia en general, ¿cuánto más lo será al matrimonio, donde verdaderamente somos miembros el uno del otro? (4:25).
Hay una “ira legítima”, un enojo repentino, a causa de cualquier situación de la vida cotidiana, que no es pecado. El Señor nos pone límite: “No se ponga el sol” para que estas “iras” no se acumulen hasta reventar en un conflicto mayor.
“Ni deis lugar al diablo”. Aquí se trata de abrir una puerta el enemigo de todo lo que es de Dios. El Señor nos perdone por cuantas veces hemos dado lugar al diablo. Por esto llegan aquellos enojos, rabias y enemistades; las acusaciones mutuas se multiplican, se traen a la memoria muchas cosas que la sangre del Señor ya pagó y sepultó. Esto es absolutamente ilegal e ilegítimo. Satanás se siente de alguna manera autorizado: “Ustedes desobedecieron, me dieron lugar”. Él no traerá ternura ni comprensión; viene a romper la paz, a turbar, a llenarnos de amargura y dolor. En la iglesia velamos por no darle espacio al enemigo. Los que ministran o presiden luchan porque no se les ceda terreno alguno. Pero, hermanos, la vida de la iglesia no termina en la reunión de los creyentes; no tenemos una vida matrimonial y otra eclesiástica. Llegamos al hogar con nuestra esposa, que es también nuestra hermana en Cristo. Ya hay dos reunidos en su Nombre: el Señor está aquí (Mateo 18:20). No demos, entonces, lugar al que viene para destruir. Vamos a la perfección como iglesia, pero también como matrimonio (Hebreos 6:1).
La voluntad del Señor es que seamos sustentadores de nuestro hogar (4:28), y que no sólo se suplan nuestras necesidades, sino que tengamos aun para bendecir a otros. No nos conformemos hasta que esto se cumpla en nosotros, y que haya recursos para los más necesitados y para apoyar la obra de Dios.
Nuestras palabras pueden edificar o contaminar a quienes nos escuchan. No osaríamos hablar palabras corrompidas en la iglesia. Tampoco tengo licencia para ser descuidado en el hablar cuando llego a mi casa. En este sentido, no somos libres; somos esclavos de Jesucristo para vivir siempre en Él y para Él. (Col.3:17).
No contristéis al Espíritu Santo
Otra palabra para meditar: “Y no con-tristéis al Espíritu Santo de Dios ...” (4:30). ¿Cómo está, cómo se siente esta bendita Persona entre nosotros, en mi vida matrimonial? Se trata del Espíritu del Dios vivo, el que le dio vida a la iglesia el día de Pentecostés, el que hizo maravillas con los primeros apóstoles, el que fortalece con poder en el hombre interior, nuestro Consolador, quien nos conduce a todas las riquezas de Cristo, para poseerlas y disfrutarlas.
¡Qué tremendo es esto, hermanos! Que siendo tan poderoso el Consolador nosotros le contristemos y aun lo apaguemos con nuestras carnalidades! Dios no nos hizo autómatas, Él espera que nos rindamos, que demos nuestra anuencia a su gobierno y autoridad, y que, al mismo tiempo, juzguemos la bajeza, la vileza de nuestro corazón (“Miserable de mí”, Ro.7:24). Dios nos dio su Espíritu para honra, gloria, hermosura, poder y victoria, pero nuestra vanidad y soberbia natural lo contrista. “Perdónanos, Señor, por haberte contristado; por toda ofensa y desobediencia contra el consejo de tu Santo Espíritu dentro de nosotros.”
¿Conoce usted, hermano, la libertad del Espíritu dentro de Ud.? ¡Cómo nos inspira y fortalece! ¿Conoce usted una reunión de iglesia llena de gloria, esas que deseamos que no terminen. El Espíritu Santo gobierna todo ¡Qué glorioso! Entonces, no lo contristemos más. Que pueda desplegar toda su gracia para hacernos crecer y avanzar, así en el matrimonio habrá cada vez menos amarguras, enojos, griterías, etc. Todos estos estorbos habrán sido violentamente quitados (4:31) de los corazones que ahora están aprendiendo a vivir llenos del Espíritu Santo.
Esta sección de Efesios termina con una exhortación a la benignidad, a la misericordia y al perdón (4:32). Aplicado al matrimonio, esto es un fuerte golpe al ‘machismo’ y a la prepotencia de muchos maridos. Estas cosas le parecerán a muchos cosa de ‘debiluchos’. Pero los creyentes, los que son de Cristo, los que viven en el Señor, son capaces de humillarse y pedir perdón cuantas veces sea necesario, cada vez que tengamos testimonio de haber herido o defraudado a nuestra esposa o familia. Esta actitud les dará confianza, y serán así testigos del trabajo del Señor en el corazón del que se humilla. Sólo el carnal, el soberbio, no se humillará nunca...
¡Amados, que nuestro matrimonio sea como una ofrenda de olor fragante! (Ef.5:1-2).
Fuente: http://www.aguasvivas.cl/revistas/09/14.htm
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